Llegamos a un
pueblo rodeado por numerosas palmeras, donde las dunas grandes se alzaban como
murallas a sus espaldas.
A las afueras vivía
una comunidad de monjas y allí nos dirigimos. Debieron vernos entrar porque al
momento salió una a recibirnos. Se llamaba Hanna. Nos alegramos de verla y ella
también. Luego, nos sugirió que colocásemos las tiendas y el coche cerca de uno
de los muros de su casa, junto a un todoterreno también extranjero. Afirmó que
era el lugar más seguro y sin más palabras regresó.
Se avecinaba una
noche excelente. Hacer una hoguera era perfecto. No había muchas ramas ni eran
muy grandes, pero Roberto encontró un tronco bien seco y grande. Los cuatro
pasajeros del otro vehículo, dos matrimonios, se unieron a nosotros. Compartimos vivencias y reímos hasta morir,
gracias a los chupitos de ginebra que sacaron. Avanzó la noche. Cuando quedaron
sólo brasas levantamos la reunión. Nos hubiera gustado seguir un par de horas
más. Pocas veces habíamos visto un cielo tan estrellado y ellos eran gente muy
amena.
El sol calentó las
tiendas muy pronto. Casi habíamos terminado de recoger, cuando una anciana se
acercó a paso rápido. Un traje azul violáceo brillante le cubría hasta el
rostro. Se paró a unos metros y de pronto, comenzó a gritarnos. Pedía dinero y
algo más que no entendimos bien. Hicimos todo lo posible para que se calmase, pero
fue peor. Menos mal que llegó Hanna con su sonrisa. La mujer parecía conocerla,
pues corrió hacia ella tras echarnos una mirada de soslayo. Cogidas de la mano
charlaron un rato. La mujer se tranquilizó y Hanna nos dijo:
—Amigos, lo siento. El tronco era suyo,
pues estaba en su propiedad —dijo
y
señaló las cenizas—. Además, por aquí apenas tenemos madera. Por eso
os pide tanto dinero.
—¡Vaya lío! —exclamó Roberto— ¿Y le
has dicho que no sabíamos nada?
—Sí, Roberto —contestó Hanna muy
serena—. También, que sois extranjeros y le he pedido disculpas. Pero ya veis. Debéis darle
lo que os pide aunque os parezca mucho.
—Hanna, ¿y no podría ser un poquito menos?
—dijo Sofía desconcertada.
—La verdad es no se puede hacer nada... —respondió y miró a la mujer.
—No te preocupes Hanna, venga, lo que
sea... —sentenció Juan, y entre todos reunimos
la cantidad.
La
anciana cogió el dinero y se fue. Hanna sonrió.