Roberto y yo habíamos conducido
quinientos kilómetros y nos habíamos ganado una buena siesta. Mientras tanto, Sofía,
Juan y Esther salieron a buscar un sitio para pernoctar en este gran oasis.
En un momento siento un codazo y escucho
a Roberto que me advierte de la hora. Salimos del coche, nos estiramos y jugamos
un poco con las cantimploras, hasta que caemos en la cuenta de que tres hombres
nos observan desde lo alto de un pequeño repecho. Están a la sombra de una palmera
frondosa, visten chilabas blancas y llevan turbantes: uno morado y los otros
dos de color blanco. Aunque sabemos que no hay mucho tiempo, nos decimos que sólo
un rato. Cerramos bien el coche y vamos directos hacia ellos. Mientras subimos
pisando arena, sus miradas no se despegan un segundo de nuestros pasos.
Hablan francés, inglés y algo de español.
Nos sentamos en corro y enseguida preguntan de dónde venimos, quiénes somos y
qué buscamos. En medo de un interesante intercambio de noticias, Roberto, sin
venir a cuento, se dirige al que está apoyado en la palmera —lleva el turbante
morado y sus compañeros que le tratan de usted, le llaman Said—, y le dice que se
lo compra. Salvo mi amigo, todos reímos como si hubiera contado un buen chiste.
Me preparo para lo peor, pues Roberto es tan terco como vigoroso.
Reitera su petición y ofrece sumas
de dinero cada vez más altas, que Said rechaza con la cabeza, mientras roza con
sus dedos un anillo dorado. En un momento hablan en su dialecto y le digo a Roberto
que no sea estúpido. Que lo deje. Sin embargo, me contesta con firmeza: “Quiero
uno auténtico, ¿vale? Déjame en paz”. La conversación se reanuda y en cuanto tiene
ocasión le propone una cantidad disparatada. Esto es el colmo —pienso para mí—.
Said sacude las manos, se levanta y se cubre con una especie de capa azul
celeste. Nos levantamos con él y Said fija su mirada en Roberto —mirada que mi
amigo sostiene con altanería.
—Ya
es suficiente —dice con una serenidad contenida—. Mire joven, este turbante no
tiene ningún precio. Así que...
—Con
perdón, señor Said, ¡si es sólo un trapo! —le interrumpe Roberto en tono
jovial.
—Disculpe,
pero no sabe de qué habla. Si en verdad piensa que es sólo un trapo, cómprese uno
en cualquier tienda —dice con mucho temple.
—Es
que quisiera uno auténtico... Uno de los suyos, ¿me entiende? —insiste con
entusiasmo.
—Sí,
le comprendo..., pero lo siento mucho —dice con tranquilidad—. Ah, y por su
bien espero que algún día descubra el valor de nuestros turbantes —añade y esboza
una sonrisa—. Ahora, si nos permiten, tenemos asuntos más importantes que
atender. Gracias por la compañía.
Nos despedimos y Roberto se queda
boquiabierto.
—El
caso es que tendrá razón porque no sé nada de turbantes —me dice mientras mira cómo
se alejan.
—Serán
sus costumbres... —añado sin pensar mucho.
—Ya
me enteraré.
—Estupendo
Roberto. ¿Y qué tal si regresamos?
—¡Andá,
es verdad! —dice y se golpea la frente.
Descendemos mientras él murmura
algo ininteligible. Al poco tiempo, discutíamos sobre el camino a seguir. El
suelo es de barro y está lleno de pisadas en todas las direcciones. Además, hay
palmeras pequeñas que forman un laberinto sofocante. Andamos sin rumbo fijo, al
menos durante media hora, hasta que escuchamos la voz de Sofía a lo lejos.
Por fin pisamos arena fina. Salimos
a una zona abierta rodeada de altas palmeras y escuchamos el correr de agua. Suspiramos
de contento, y más cuando Juan, Sofía y Esther silban y aplauden. Luego nos
sorprende ver a un anciano con ellos. Su chilaba es blanca al igual que su
espesa barba.
Tras recibir un capón de Esther,
Juan nos presenta a Kamil. Sofía nos cuenta cómo les ha ayudado a instalarlo
todo. Se lo agradecemos de todo corazón. Nos sentamos y enseguida Roberto relata
su pequeño contratiempo y sus dudas. Esther se ríe y el resto da su opinión.
Comienza una batalla de enfrentamientos teóricos, no sin algunas risas más. De
improviso, Kamil se levanta y con un gesto de sus manos nos pide silencio.
—Roberto...
—dice con voz recia y un poco cascada—, con mis máximos respetos tengo que decirte
que lo que pretendías era del todo imposible. Comprarle a uno su turbante. ¡A
quién se le ocurre! —dice y sonríe—. Nadie te lo vendería ni borracho. Bien, no
le des más vueltas. Sencillamente es así.
Kamil agacha la cabeza y comienza a
escribir con un palo en la arena. Insatisfecho, Roberto le anima:
—Perdone que insista. ¿No podría explicarnos
algo más?... Esto es importante, ¿no creéis? —Hay respuestas para todos los
gustos.
Nos ignora por completo y apuntala en
voz alta:
—¡Ah!, y por mí no se preocupe. Diga
todo lo que quiera y como quiera. ¿Le parece?
Su insistencia impacienta a Esther.
Sin embargo, Kamil afirma y le contesta con toda la calma del mundo:
—Muy
bien, como quieras... El asunto es que los turbantes y los diferentes colores
son un signo de nuestra identidad. No sé bien cómo explicártelo, pero de alguna
forma son parte de nosotros mismos. Es..., es algo muy íntimo. No hay mucho más.
¡Oh! sí, que era de color morado –dice con la sonrisa en los labios.
—¿Y
bien?... —dice Roberto.
—Pues
mira. El morado es justo el color por excelencia —dice paladeando las palabras—.
Sólo aquellos hombres que consideramos más respetables, bien por su valía o por
pertenecer a una familia muy ilustre lo pueden llevar.
—¡Mi
madre! —dice Roberto y se echa las manos a la cabeza.
—Así
es muchacho. Por eso, y permíteme un último comentario, creo que esa persona
tuvo mucha paciencia contigo.
Kamil volvió a sus letras y Roberto
no preguntó más.
Atardecía. Estábamos cenando,
cuando Roberto se levantó de un brinco y echó a correr. ¡Son ellos!, dije yo y
le seguí. “¡Eh, un momento!, ¡esperen, esperen!”, gritaba Roberto y se detuvieron.
Los dos llegamos acalorados y sin apenas
respiración. Said nos sugirió que tomáramos aire. Luego, Roberto les pidió
disculpas, uno a uno, de la mejor forma que supo. Volvió a Said y añadió que ya
lo había comprendido todo. Said sonrió y le dijo: