UN SUEÑO NO SOÑADO

Mañana haremos los quinientos kilómetros que nos faltan para llegar a la costa. Esta noche va a ser cerrada, con lo que pararemos a dormir. Oscurece con rapidez. Estamos solos. En medio de la nada seguimos la única carretera que hay. Sofía aminora la velocidad por si encontramos un lugar resguardado. Serían suficientes unas palmeras, pero es casi imposible desde que entramos en esta desierto pedregoso. Juan entretiene a Sofía con chismorreos que a veces les hace reír con picardía. Roberto, Esther y yo nos quedamos dormidos al poco de anochecer.

Nos despertamos sobresaltados por un grito de Sofía. ¡Mirad allá en frente!, repite de nuevo y Juan manda guardar silencio. Parece que no ha pasado el tiempo. Estamos parados y no brilla ni una estrella.

A unos cien metros, vemos de modo confuso casas y jaimas gracias a unas pocas bombillas lúgubres. Hablamos en voz baja y, tras despejar dudas, echamos un vistazo. En silencio, a la mínima velocidad y sólo con las luces de posición.

No parece grande. Casi todo son casas. La mayoría antiguas, pero las nuevas están ricamente decoradas, con azulejos de varios colores. Algunas jaimas conviven con ellas y otras, más alejadas, parecen sombras fantasmagóricas: pensamos que serían de militares. Como recorremos la zona sin ver a nadie decidimos aparcar cerca de aquí, a una prudente distancia.

Estamos a punto de entrar a la carretera y de repente un chorro de luz intensa sale por la puerta de una jaima. Sofía frena en seco. Al punto aparece un hombre envuelto en aquel resplandor, que hace gestos para que nos acerquemos. Es bajo y grueso. Lleva pantalones vaqueros, chilaba recogida a la cintura y sombrero. Sin saber bien por qué, nos dirigimos despacio hacia él. Sofía detiene el coche a unos metros y escuchamos palabras de bienvenida. Roberto nos dice que estemos preparados por si pasa algo y sale del coche con Esther.

Nada más llegar se dan la mano algo no muy común, y comienzan a charlar. Al rato, los dos regresan deprisa.

            —¡Es un tipo asombroso! dice Roberto.
            Sin problemas —asegura Esther—. Es médico, ha estudiado en el extranjero y nos invita a tomar un té fresco.
            Estupendo, esto sí que es bueno añade Juan.

Aparcamos el coche en un lateral de la jaima: grandiosa, de color azul marino y tiene letras o dibujos hechos con hilos de color oro o algo muy parecido. Un anticipo de lo que habrá dentro me dije, pues bien es cierto que nunca hemos estado en una jaima real.

—Sed bienvenidos —dice con elegancia.

Nos presentamos. Le basta un apretón de manos como signo de confianza y añade:

—Todos me llaman Mr. Tímon, pasad.

Entramos y nos topamos con cuatro niños. Enseguida corren hacia una mujer que, al vernos, recoge a los críos y desaparecen tras un gran tapiz. El tapiz cuelga del “techo” y hace las veces de pared. De esta forma, deja un espacio amplio a modo de salón. Aunque miramos a Mr. Tímon ante la reacción de la mujer, y quiso darnos explicaciones, a nosotros no pareció importarnos mucho pues estábamos absortos ante la amplitud del salón, la belleza de los muebles y la pulcritud. Comentamos exultantes una y otra cosa, mientras él nos dice que al otro lado tienen la cocina, dos habitaciones, una salita para que jueguen los niños; el comedor y otro salón. Ante nuestro asombro añadió con orgullo y simpatía: “Bueno..., no penséis que todas son como ésta, ¿ok? Pero seguid, seguid. Mirad lo que deseéis que ahora vuelvo” —y desaparece tras el tapiz.

Aunque cada uno apreciábamos cosas diferentes, coincidimos en que lo mejor son los muebles y el suelo. Mejor dicho, las alfombras que lo cubren. Parecen recién compradas. Tienen dibujos florales y están hechas de lana, seda y algodón. Los colores son variados, muy vivos y destacan el azul turquesa y el dorado. Luego está el mobiliario: tres sillones y seis butacas del mismo estilo, todos muy bien tapizados, al igual que los almohadones de diferentes colores y tamaños que descansan sobre ellos.

En esto, regresa Mr. Tímon y nos invita a ponernos cómodos. Nos sentamos y exclama con gracia: “¡Oh, no!..., así no. Poneros cómodos de verdad. Donde queráis, como queráis... Estáis en vuestra casa”. Así que terminamos tirados en los sillones o por el suelo, arropados con los almohadones. Unos tumbados, otros sentados, con o sin zapatos; y todos en torno a una mesa de madera noble y pulida, baja y redonda.

            Así está mejor dice con un aire recio y vivaz. Mis queridos huéspedes, antes de seguir os quiero pedir disculpas. Para mí sería un placer acogeros esta noche, pero con mi mujer y los chicos aquí es imposible. Mmmm..., supongo que lo entendéis ¿verdad?
¡Oh, desde luego! responde Sofía al instante.
Sólo buscábamos un lugar resguardado para dormir añade Juan.
Además afirma Roberto, en el coche no se duerme nada mal.

Comentario que despierta la carcajada de todos, incluido Tímon.

¡Ok!, gracias. Veo que conocéis nuestras costumbres dice mientras nos mira con atención. Y dadas las señales de agotamiento que traemos, añade:
—¿Pero de dónde venís con esas caras?... Y si no es indiscreción, decidme, ¿a dónde pretendéis ir?

Le contamos por encima y aplaude nuestro plan. Acto seguido continúa con más preguntas. Está ávido por obtener información de primera mano sobre la situación de nuestros países de origen. Acompañados por su afable sonrisa, hablamos y reímos. Pronto nos sentimos como en casa o quizá mejor.

Pasado un buen tiempo aparece su mujer. Camina con mucha elegancia. Lleva un vestido de colores saltones ceñido hasta los pies y una tela de seda blanca semitransparente, que le cubre el pelo y cae hasta la cintura. Trae consigo una bandeja de plata brillante, tallada con dibujos de letras y hojas. Unos vasos de té del mismo tipo y una singular tetera. Deja la bandeja en la mesa y se acerca a Tímon. Le susurra algo al oído y él se ríe a carcajada limpia. Después, mientras le agradecemos su servicio, ella se da media vuelta, nos mira de reojo y se marcha con un sencillo “je vous en prie”.

En cuanto desaparece, Mr. Tímon atrae nuestra atención.

¿Sabéis?, mi esposa se quedaría encantada. Pero como sois extranjeros y además estáis vosotros tres... —nos señala a los hombres, no se encontraría muy a gusto.
—Vaya, qué pena —dice Esther.
¿Queréis que os revele el secreto? —pregunta Mr. Tímon y el sí es rotundo. Pues me ha comentado que... y sonríe.
—Tímon, dilo ya que me muero... salta Sofía.
—De acuerdo Sofía, allá voy. Me ha dicho que estos hombres... ¡Son hermosos de ver! Comenzó Esther, siguió Sofía y Mr. Tímon remató la explosión de risas.
—¡Tampoco es para tanto! —exclama Roberto y les hace más gracia aún.
—Vale, vale... —decimos Juan y yo, y al momento los tres nos unimos a sus carcajadas.

Luego, Mr. Tímon prepara un té negro combinado con granos de comino, que nos servirá más adelante. Según lo hace, explica cómo se prepara por aquellas tierras y por qué. Llena un vaso y lo deja reposar unos segundos. Después pasa el té de ése a uno mayor. Lo hace desde tal distancia que nos pareció imposible que no se le derramara una gota, aunque de hecho lo logra. Dicho malabarismo lo repite con cada uno.

La bebida es refrescante y a todos nos sorprende ver hielo en su interior. La sala se llena de un agradable aroma. Bebemos cada uno a su tiempo. Nada que ver con otros que habíamos probado: el cuerpo se revitaliza, despeja el sopor de la cabeza y el sabor es único. Mientras lo saboreamos, Tímon esboza una sonrisa pues ve la transformación de nuestros rostros. Halagamos el té y su destreza. Acto seguido le contamos muy a gusto algo más del viaje. Como en otras ocasiones al llegar a los incidentes, él también sonríe.

Más tarde nos habla de su azarosa vida, aunque no faltan anécdotas divertidas. Su voz, nuestra imaginación y algún que otro comentario nos envuelve a todos. No existía el tiempo, hasta que de improviso se levanta:

            —Queridos amigos..., lo lamento pero debo dormir.
            —¡Andá!, ¡si son las dos! —dice Juan.
            —Tímon, faltaría más —añade Esther—.Quizá nos hemos sobrepasado...
          —¡Oh, no!, amigos... Esto ha sido una gran fiesta y la noche será dulce para todos. Me habéis hecho un magnífico regalo.
            —Vamos, Tímon —comenta Sofía—, que los agraciados somos nosotros...
        —¡Ale, ale!, al coche que tenéis que descansar —salta Tímon, y quien más quien menos sonríe de gratitud.

Luego nos da unos consejos para nuestra última etapa, y a continuación, nos indica un lugar seguro no lejos de su jaima, al abrigo de un palmeral. Las despedidas son afectuosas. Incluso les da un par de besos a Esther y a Sofía. Mientras salimos, nos agradece la visita, uno a uno, y nos desea un feliz regreso.

Una vez en el coche, Mr. Tímon cierra la puerta y todo queda a oscuras. Sin más dilación fuimos al lugar aconsejado. Esa noche tuvimos un sueño profundo.

Preparamos todo para partir antes de que saliera el sol. En ese momento vimos que en el capó delantero había un paquete envuelto con papel de colores y delicadeza. Lo abrimos con expectación y aparecieron frutos secos y dulces, suficientes para el desayuno. Todos a una miramos hacia su jaima. Estaba cerrada y todo permanecía en calma. Aunque, sobre todo Juan y Sofía, quisieron ir a darle las gracias optamos por respetar su sueño.

Ya en la carretera Roberto echó la vista atrás. Excepto Juan que conducía, los demás vimos a Tímon. Nos despidió con el sombrero en mano.

Una vez en el barco, recordamos aquella noche. Nunca supimos de dónde salía la luz clara y amable que había dentro de la jaima, como tampoco quién era Mr. Tímon.