A partir de aquí haríamos el viaje
de vuelta sin hacer más paradas. Por eso, queríamos darnos el gusto de sobrevolar
el intransitable desierto de arena, para llegar a un vasto desierto rocoso de
montañas escarpadas. Allí visitaríamos la cueva donde vivió un santo, al que
Juan tenía mucha devoción. Además, era una oportunidad única para sacar unas
fotografías espléndidas. Sabíamos que había un vuelo que hacía el trayecto casi
en un día, pero nada más.
Era de mañana cuando salimos a informarnos.
Un lugareño con pantalones bombachos morados, camisa blanca y chaleco negro, nos
informó por unos cuantos dinares.
—Sí, ya sé, ya sé —dijo resabiado—.
Ayer mismo hablé con otros extranjeros que buscaban lo mismo. ¡No sé que les
han dado!... Pues bien, tienen suerte porque hay un avión de hélice. Eso sí, lo
lleva un tipo algo raro. ¡Viaja por la noche! Además va y viene cuando le da la
gana. En realidad —se rascó la barba y bajó la voz—, desconfío de él... ¡Tengan
cuidado! —nos advirtió en tono paternal.
Le dimos las gracias. Pensamos que
exageraba un poco y nos lanzamos a encontrar compañeros de viaje. Lo único que
nos preocupaba eran las provisiones, pues teníamos lo justo para tres días. Si el
avión no aparecía antes lo dejaríamos.
A media mañana contactamos con tres
alemanes, que a su vez nos llevaron hasta a un restaurante donde nos presentaron
a cuatro franceses y dos belgas. Uno de ellos dijo que catorce era un grupo
suficiente. Así que charlamos al calor de un té con hojas frescas de menta.
Gracias al cielo el avión llegó de
madrugada.
Aquel hombre llevaba razón. El
piloto tenía una barba larga que sujetaba al cinturón y calzaba botas de montar
a caballo. Se presentó como Fred. y luego habló de forma tajante:
—Mis condiciones. Salimos esta
noche a las cuatro y media Regresamos a las ocho de la tarde en punto y no
espero un segundo. Si alguien se retrasa tendrá que esperar otro viaje, ¿ok?
Asentimos y continuó:
—Muy bien, dos cosas más. Sólo una
mochila por persona y deben pagarme en dólares. No admito otra moneda.
Abonamos el importe sin rechistar. Fred contó despacio los billetes. Luego nos hizo un guiño y
se dirigió al mismo restaurante donde estuvimos.
Visto el percal, nosotros llenamos las
mochilas con más cámaras y objetivos, que ropa o comida.
A las cuatro y media en punto llegamos
al avión. El artefacto estaba en la pista de despegue, que resultaba pedestre
pero lo suficientemente larga. Sólo faltaba Fred. Millones de estrellas
estampaban la noche sin luna.
Esperamos quince minutos, media
hora, una hora... En el momento en que empezamos a tiritar, decidimos meternos
en los coches para dormir por turnos.
Apareció a las siete de la mañana.
Todos a una salimos de los coches. En silencio, con las manos a la espalda, recibió
quejas y preguntas varias. Cuando nos desahogamos a gusto, ante su serena
compostura guardamos silencio.
—Les pido mil
disculpas... ––dijo al tiempo que gesticulaba con las manos—, por mi vida que
siento de veras el retraso. ¡Pero diantre!, me encontré con un viejo amigo muy
íntimo, al que hacía años, muchos años, que no veía. Y es que ustedes verán.
Después de la familia, para mí lo primero son los amigos. —Se tomó un respiro,
nos miró uno a uno y añadió:
—Espero que lo
entiendan... Ok —sonrió y se frotó
las manos—, los que quieran continuar, ¡arriba! Esto no ocurrirá más... O quizá
sí, ¡quién sabe!
Esa misma tarde, comenzamos el
viaje de regreso.