Cinco o seis kilómetros nos
separaban de una maravillosa ciudad. Durante ese tramo nos llamó la atención un
grupo de mujeres que trabajaban junto al linde de la carretera y poco más.
Subimos un altozano y Juan detuvo
el coche. Unas irregulares y altas murallas de abobe y color rosa rodeaban
parte la ciudad. No dudamos un momento. Sacamos dos trípodes y las mejores cámaras. Esther y Sofía prefirieron darse una
vuelta. Nos intercambiamos
cámaras, objetivos y tipos de zum, hasta cansarnos. Luego recogimos y esperamos
a nuestras amigas
De improviso, escuchamos un
estallido de gritos de mujeres a lo lejos y a nuestras espaldas, y temimos lo
peor.
Como íbamos cuesta abajo
enseguida salimos de dudas. Sofía y Esther venían en sentido contrario a toda
velocidad y tras ellas, a unos cien metros, corría un grupo de mujeres que
arrastraban sus ropas de faena, gritaban y agitaban los puños. Cuando nuestras
amigas nos vieron señalaron el coche, con lo que dimos media vuelta y corrimos
todos hacia él.
Entramos como conejos a su
guarida. Resoplábamos sofocados. Cerramos los pestillos de un golpe y Juan
cogió temblando el manojo de llaves. Las mujeres estaban a punto de darnos
alcance, cuando Juan apretó el acelerador a tope y salimos disparados. Al poco,
entramos en la ciudad.
En cuanto pudimos les pedimos una
explicación, pero seguían tan conmocionadas que no dijeron nada. Gracias a Juan
localizamos la dirección del hotel L’oasis donde pasaríamos la noche. Aunque sólo
debíamos recorrer la avenida principal, la gente, coches, bicicletas y motos se
cruzaban por todas partes. En un momento, y para nuestro desconcierto, Sofía y
Esther explotaron a reír. Preguntamos de nuevo con más insistencia y Esther
dijo que más adelante.
Teníamos cita con Leopold, un
viejo amigo francés y guía de la zona que nos señalaría la ruta a seguir, pues
en adelante se abrían varias posibilidades.
Al atardecer salimos a un jardín
interior. La disposición de las luces y el agua de una esbelta fuente de mármol
realzaban arbustos y flores. Leopold, sentado junto a una mesa blanca y
redonda, leía un periódico y fumaba narguile. Los saludos fueron muy risueños.
Mientras aparecían las consumiciones, nos preguntó sobre nuestro viaje y qué
problema teníamos. Juan contó sólo parte, pues Roberto le interrumpió y dijo
que primero, Sofía y Esther tenían que desvelarnos su secreto. Nos pusimos de
acuerdo y le expliqué a Leopold el percance.
—Está bien, tranquilos... —dijo Sofía. Bebió
un poco de ginebra y continuó—: Fuimos allí para mirar de cerca su atuendo. ¡Vaya
colores!, y los conjuntan tan bien —suspiró de contento y ante nuestras miradas
añadió—: Ya nos perdonaréis, pero os aseguro... —volvió a beber—. Bueno, ahora
viene lo peor. Nos paramos a unos cincuenta metros y... en resumen. Cuando
íbamos a volver saqué mi cámara. Entonces, la verdad es que... —se paró y
sonrío—. El caso es que yo... —y de pronto se rió sin recato. La miramos
desconcertados y nos dirigimos a Esther.
—Esperad
un momento... —Y se dirigió a Sofía—: ¡Sofi!, si no te calmas no puedo hablar.
—Perdón
—dijo y se tapó la boca.
—¿Por
dónde íbamos?... Ah, ya. Cuando vieron la máquina dejaron todo y en
menos de un segundo empezaron a correr hacia nosotras. Chillaban como locas.
Nos amenazaban o eso es lo que entendió Sofía. Entonces comenzó la carrera.
Corrimos como hacía mucho tiempo, pues cada vez se acercaban más. Parecía que
iban a matarnos... ¡Imaginaos qué susto! Luego llegasteis vosotros. No podíamos
parar y por eso... —miró a Sofía—. Bueno, el caso es... —y se echó a reír.
Roberto bostezó y finalizó el
relato con cuatro frases. Sonrió por el susto que nos habíamos llevado, la
simpleza de la cuestión y por las caras que ellas habían puesto. Juan y yo le
quitamos hierro a nuestro enfado. A continuación, en medio de bromas y
advertencias, caímos en la cuenta de que Leopold había estado callado todo el
tiempo. Su mirada dejaba traslucir tristeza, enojo quizá y guardamos silencio.
Esther le preguntó. Leopold dejó el vaso y habló desganado:
—Parecéis dos chiquillas... ¿No sabíais que
hay que pedir permiso?
—Hombre, la verdad es que algo me sonaba
—respondió Sofía—. Pero no creía que fuera para tanto.
—Bueno, pues ya lo sabes —dijo Leopold—.
Para ellos no es nada banal y más si se trata de una mujer. Piensan
que se les roba su imagen o algo de su intimidad. Os pondré un ejemplo. ¿Si un
extraño se entrometiera en vuestra vida privada qué harías? —Silencio—.Pues
esto es peor, pues la gente más sencilla, que por lo que decís es el caso, cree
que pierde parte de su espíritu —señaló con firmeza—. Por eso gritaban así y no
estaban locas... La próxima vez, por favor, pedid permiso o no lo hagáis.
—¿Puedo solucionarlo? —saltó Sofía de
inmediato.
—Ya no porque debéis salir de madrugada —contestó
Leopold con serenidad—.Pero si tanto lo deseas dame tu cámara y quizá consiga
algo. Tú verás.
Sofía contempló su cámara, pues era
buena y cara. Después, con delicadeza y determinación, le puso el estuche de
cuero y se la dio. Permanecimos en silencio como tontos. Leopold bebió
tranquilo y de improviso exclamó con una sonrisa:
—¡Ánimo, chicos!
Y sin solución de continuidad extendió
un mapa sobre la mesa. Nos explicó el recorrido, que marcó con rotulador rojo y dónde debíamos parar. Después charlamos hasta el anochecer.
Recuerdo que a la vuelta,
llegamos a una ciudad costera muy occidentalizada. Por la tarde, mientras
recorríamos el paseo marítimo, me fijé en una pareja de turistas que hablaba
con cuatro niños al otro lado de la calle. Parecía que iban a fotografiarles.
Tras lo que me pareció un tira y afloja vi que les daban dinero. Los
pequeñuelos pusieron su mejor sonrisa.