INTERCAMBIOS

Roberto, Juan y Esther habían salido a comprar dátiles y conseguir agua. Sofía y yo aprovechamos para descansar. Tornamos los asientos de la parte de atrás, abrimos el capó y sacamos unas bebidas frescas de la pequeña nevera.  

Recuerdo que hablábamos de Said, cuando un hombre se detuvo frente a nosotros. Su chilaba tenía bordados con hilo de oro. Saludó con mucha cortesía y le respondí tal y como se debe hacer en su idioma. Sofía se puso un poco nerviosa ante tal sujeto, pues no entendía ni palabra y porque aunque fuera bien vestido, no despertaba confianza. Le dije que no había nada que temer y reanudé la charla con el desconocido. Hablamos de viajes y de cómo nos iba. Llegados a un punto en el que me pareció que se iba a despedir, sonrió de forma extraña y me dijo con toda naturalidad:

Ok, Míster, no hay tiempo. Le compro a su compañera por tres camellos.
—¡¿Qué qué?! —dije con tal expresión que él reaccionó de inmediato.
—¡Oh!, entiendo. No hay problema, que sean cuatro —añadió satisfecho.

Me quedé sin habla unos instantes, pues sabía que un “no” a secas daría pie a una conversación interminable. Sin pensarlo dos veces abracé a Esther con ternura y me dirigí a nuestro visitante:

            —Mi querido amigo, lo siento mucho pero es mi mujer.
—¡Su mujer!, ya veo... —dijo y añadió—: ¡Míster!, acepte mis disculpas.

Hizo una reverencia con la mano en el pecho y se fundió entre el gentío. Sofía retiró mi brazo y preguntó a qué venía tanto mimo. Le conté todo y nos reímos sin recato. Algo semejante sucedió cuando llegaron los demás.

Salimos de allí y Roberto saltó: “¡Sofía, no sabía que eras tan hermosa!”. “Roberto, déjalo porque no lo he pasado nada bien”, dijo ella. Pero Juan siguió la broma: “¡Bueno, no sé!, mmmm..., cuatro camellos no nos hubieran venido nada mal”. Entonces les dimos unas collejas y reímos como niños.