DOS MAS UNO / UNO

Hoy, como casi siempre desde que entramos en el desierto de arena, hemos acampado cerca de un poblado.

Como el sol aún resplandecía, salí a contemplar el atardecer. Deambulé media hora y acabé sentado sobre la arena sin nada a mi alrededor. Supe entonces que tenía dos horas por delante, antes de que el frío me obligara a regresar.

Al cabo de un tiempo de plácida soledad, de pronto aparecieron a mi izquierda, a unos diez pasos, dos niños descalzos de tez oscura y piel curtida. Uno tenía el pelo rubio y el otro era más bajo. Como si yo no existiera, empezaron a lanzar piedras que luego recogían y tiraban de nuevo. Esperé. Me puse cómodo y dediqué tiempo a observarles. Pensé qué juego sería aquél y agucé los oídos para intentar comprender algo de su dialecto. Sólo entendí palabras sueltas. Por su parte, de un tiempo a otro me miraban de reojo y sonreían.

Puse fin al juego, cuando avancé despacio hacia ellos con ademán de conversar. De inmediato, dieron unos pasos atrás y se quedaron quietos. Entonces, saludé con suma amabilidad, con las expresiones más sencillas que conocía en su lengua clásica. La respuesta fue una explosión de risas: risas que trasmitían alegría además de cierto nerviosismo. Me reí con ellos a carcajada limpia y parecieron relajarse. Al punto, intercambiamos palabras muy comunes en su dialecto, pero como no logramos hilar ni una frase sencilla los tres enmudecimos. El incómodo silencio fue un revulsivo que me hizo pensar qué hacer. Entre el maremoto de intuiciones atrapé una idea furtiva, quizá absurda, pero que me gustó.

Cogí cuatro piedras y me senté frente a ellos de espaldas al sol. Las dos más grandes las coloqué en el suelo delante de mis rodillas y las otras, una en cada mano. Alejados a una prudente distancia observaban cada uno de mis movimientos. Les hice un guiño y golpeé las piedras más grandes haciendo un ritmo básico de rock.

Me emocioné cuando ellos cogieron piedras y se pusieron delante de mí sin ningún reparo. No dejé de tocar mientras se sentaban a su modo y colocaban las piedras. Una vez dispuestos, comenzaron. Marcaron ritmos tan espléndidos y dispares, que sería bastante difícil escribirlos en partitura alguna. Además eran muy rápidos y su agilidad rítmica daría envidia a más de un percusionista. Me detuve riendo de placer y porque perdí el compás. Les escuché un tiempo y probé con ritmos que dominaba. Tuve que descartar uno tras otro, pues ninguno se adaptaba a lo que hacían y me di por vencido.

Ellos también dejaron de tocar. Me interrogaron con la mirada. Yo, empeñado en hacer algo que nos uniera, recogí enseguida las piedras. Dejé a un lado los cánones que conocía e hice un nuevo ritmo: sencillo y con cierto parecido a los suyos. El más bajo me siguió al instante. Acto seguido, el rubio mejoró de forma admirable nuestra “orquesta”, pero su estilo era tal, que no fui capaz de racionalizarlo y me estanqué. Caí en la cuenta de lo que sucedía y cambié de técnica. Obvié la razón, me dejé llevar sólo por el instinto musical y recomencé con uno de los míos más complejo. Ellos retomaron las piedras y antes de hacer nada, me observaron con mucha atención. De pronto, se unieron con astucia y advertí que habían dejado algo de su acervo musical. Tras varios intentos y sin mediar un solo gesto, logramos un ritmo acompasado. De improviso, el rubio entonó una hermosa melodía, pero no se ajustaba bien. En ese instante sentí que nos faltaba muy poco. Quizá ellos también, pues a partir de ahí los tres nos empeñamos a fondo. Yo sudaba a chorros.

Durante un buen rato nos corregimos e incorporamos modificaciones, hasta que sin saber cómo, llegó ese instante mágico y delicioso en el que nuestros ritmos se complementaron y la melodía encajó a la perfección. Sin detenernos, sonreímos: por fin nos comunicábamos. Después, con la mirada como guía, nos turnamos para enriquecer la composición. El resultado final fue una canción alegre, con un ritmo maravilloso, que los tres entonamos a grandes voces.

¡Habíamos triunfado!

No recuerdo el tiempo que pasó mientras nos recreábamos con nuestro hallazgo, pues quizá rozamos la eternidad... No obstante, nuestras sombras eran alargadas.

Todo terminó cuando escuchamos la voz de un hombre a lo lejos. Ellos pararon en seco y se levantaron de un brinco. Sonreímos, entrechocamos las manos y nos despedimos. Al punto, corretearon hacia el poblado donde pronto les perdí de vista.

Una vez solo, me reí lleno de gozo.